Su Amiga
“Hilacha”
Cuando mis padres, al término de la
merienda se sentaban junto al calor del fogón de la cocina, era momento
propicio para escuchar sus conversaciones muy amenas y educativas. Todavía me
acuerdo de mi infancia cuando mi madre, con su característico lenguaje, nos
contaba narraciones de inconfundible mensaje; mis hermanos que sin quitar la
mirada sobre ellos, escuchaban con mucho interés las empedernidas conversaciones. Todavía me
acuerdo…cuando mi madre empezaba su retreta de inconfundibles historias…” Cuentan
que…” y daba inicio a sus charlas
interminables. Aún late en mi memoria aquella historia de mucho mensaje costumbrista
que mi madre repetía y que caló mucho en mi mente de infante.
Sucedió un día, cuando el sol empezaba
lentamente a ocultarse bajo el cielo azul
y entre los tupidos eucaliptos. Los pobladores que empezaban a abrigarse con su
típico poncho de lana de oveja y descansar recostados sobre el “pollo” del pie de su casa, esperaban
junto al ulular de las aves nocturnas, la llegada del anochecer. Allá cuando la
tarde empezaba a morir; cuentan que dos “repuchos” soldados defensores de la
patria habían desertado de su cuartel militar fronterizo y habían dejado su
deber como peruanos. Sin más que su indumentaria, buscaban un lugar donde pasar
la fría noche. A lo lejos, entre los
naranjales, plantas de guineo y cañas de azúcar, los soldados divisaron una pequeña y rústica
casa, que con las justas la detenían unos delgados palos de paltón. En aquella
humilde morada, residían una pareja de ancianos, los mismos que por la mañana
habían sacrificado un enorme y gordo animal porcino, y que sus vecinos habían ayudado al sacrificio, para comerlo
con mote “arrecho” y asentarlo con un rico “guarapo”.
Los soldados llenos de cansancio y temblando de frío llegaron a la casucha y
pidieron de favor un lugar donde
quedarse y así poder descansar. Los ancianos, como toda gente generosa y
solidaria de la sierra, les dieron cobijo y los invitaron a descansar en el
“pollo” o asiento de barro que tenían fuera de su casa. Los ancianos iniciaron
la conversación con los defensores de la patria, preguntándoles que los traía
por aquellos lugares y ellos retrecheros desvían la pregunta, emitiendo
respuestas incoherentes. Ya cubiertos por la penumbra de la noche, los
humildes viejecitos invitaron a los
forasteros a pasar a la vieja y ahumada cocina para que disfruten de abrigo y
merienden “mote con carne de chancho frito”. Los malévolos desertores ya se habían percatado del animal
sacrificado y a la hora de irse a descansar insistieron en quedarse en la
cocina y así de este modo llevar a cabo su mala acción.
A la media noche los
visitantes llevaban a cabo su malévolo plan. Ellos preparaban su equipaje, aprovechando el segundo sueño de
los ancianos. De pronto en el silencio de la noche se escuchaban murmullos
silenciosos que decían: ¡la pierna derecha! ¡La pierna izquierda! ¡El brazo
derecho! ¡El brazo izquierdo! ¡El obispo también marcha! Al escuchar tal murmullo, los pobres viejecitos se
despertaron y entre voz baja conversaban: -pobre
gentecita – Tantos golpes y patadas alocándose están, hasta el “obispo” lo
mentan. Los dueños de casa no sospechaban que estas frases utilizadas en el
cuartel eran solo para engañarlos, los soldados estaban guardando toda la carne
en la vieja y sucia alforja.
En el umbral de la
vieja y ahumada cocina un gallo miraba silenciosamente todo lo que acontecía y
a un costado del polvoriento suelo se hallaba el hacha, fiel amiga y compañera inseparable
de las grandes faenas del pobre anciano. También fueron robados, el gallo bajo
el “sobaco” y el hacha sobre el grueso y caído
hombre del malhechor.
El despertar de la aves
se sentía, era hora de enrumbar con su cometido, de pronto en la quieta noche
se escucha una unas voces temblorosas… ¡Oiga…oiga,..Nos vamos ya…nos hacemos
tarde…! Los viejecitos sin levantarse y con voz ronca y apagada contestaron… ¡No se vayan todavía! ¡Quédense a
desayunar! ¡Se van cuando les cante el gallo! Los soldados murmurando
sarcásticamente respondieron - ¡Gracias ¡
¡No se preocupen! ¡Más allá nos cantará! que no le iba a cantar si lo
llevaban junto con ellos. Estos muchachos se despidieron con esta última frase.
¡Se despide su amiga hilacha!... y
junto con el nuevo equipaje partieron con rumbo desconocido.
Cuando los fuertes
rayos del sol penetraban por las rendijas de la humilde morada, los ancianos se
despertaron preocupados al no haber escuchado cantar a su ave de corral, porque
era quien los despertaba. En ese momento se dirigieron apurados a la cocina
dándose con la sorpresa que los visitantes habían cargado con la carne, el
gallo, la vieja alforja y su amiga
inseparable, el hacha.
En los pueblos de Yanchalá, Tacalpo y otros caseríos
aledaños a la frontera ecuatoriana, las
personas de avanzada edad aún cuentan esta historia a sus hijos y nietos alrededor de las tulpas o cuando descansan
encima del viejo “pollo” de adobe
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