Duelo de
Guapos
La fiesta patronal
de San Andrés de Frías estaba muy
amena. La rustica capilla de adobe con techo de teja, era lugar propicio para
la veneración del santo patroncito. Los gobernadores, que previamente habían paseado por las
principales calles al compás de la banda “San Andrés de Frías”, repartían conserva hecha de yuca, camote, zambumba y
ocas. A un costado del templo otros
devotos repartían a todo los fieles el espumante y delicioso “churrusco”
de “guarapo”,
jugo de la caña hervido en paila y macerado en calabazo o
tinaja de barro. La gente venida de muchos lugares lucía sus mejores trajes paseando por las
principales y empedradas calles, esas
que hacen transportarnos al recuerdo de los caminos incaicos, aquellas que hay
que caminar con mucho cuidado para no resbalarse en tiempo de lluvia. Esos
pasajes adornados a los costados con enormes típicos faroles y mechones para
alumbrase en las frías noches de plenilunio. Los campesinos paseaban mirando y gustando la mercadería traída por los comerciantes
venidos de la costa, así como ofertando alguna cosa para poder comprar y llevar
algo a la casa. Los trajes típicos diferenciaba la procedencia de los
lugareños. El varón con sus ponchos
blancos hasta la altura del abdomen hacían notar que provenían de la tierra de
los zarcos y colorados. _ ¡Ahí
están los de Geraldeños, tierra de los “Cawishos” o “minshulays”, como los
del pueblo los llaman a los pobladores que se comprometen entre primos
cercanos, para que no “dañen” la raza como dicen ellos,
tampoco permiten que se comprometan con alguno de esos que les llaman “naturales”o
“doños”. Los “serranos” de los altos lucían sus
multicolores ponchos hechos de lana de oveja y que hacen juego con las vistosas
alforjas adornadas con singulares figuras marcadas. Ahí estaban ellos mezclados
los de Parihuanas, Culcas y los “doños” de Pampa Grande, Arrayan y Misquiz. Se
formaba un gran espectáculo, los cholos paseaban con sus hermosas mulas y
caballos de paso, bien aperados haciendo notar los finos adornos hechos con monedas de plata castilla que marchan al compás de los pinchazos de las
espuelas. Las mujeres hacían gala de sus atuendos y vestidas con trajes muy
vistosos de colores fosforescentes y matizados con encajes, escondían bajo el
sombrero de palma, sus variados ganchos y peinetas. Por otra parte, la gente mestiza
de las altas elites, dueñas de grandes cantidades de ganado y tierras
descendientes de familias españolas venidas desde Piura, Ecuador y Cajamarca fulguraban
sus finos atuendos; los varones con su pantalón de dril bien almidonado, sus
finas botas de cuero, camisa adornada con gemelos de plata y su sombrero de
palma; junto a ellos sus elegantes damas vestidas con preciosos vestidos y su pañuelón que
cubrían parte de su rostro. Ahí estaban todos ellos admirando el gran
espectáculo, las cintas multicolores adornaban parte del enorme cuerpo a los
cóndores traídos desde las alturas; niños, jóvenes y adultos temerosos no se
acercaban mucho por temor a ser picados por estas majestuosas aves. Los
feligreses seguían en procesión a los trofeos alados que caminaban atrevidamente
por las principales calles junto a la banda de músicos.
En el corralón del pueblo, las aves finas cruzadas con
raza mejorada, se alistaban para pelear;
los calzadores ya listos con sus estuches de espuelas de hueso y de metal
desinfectan con alcohol o cañazo, mientras que a un costado los encargados de
recoger las apuestas depositan la plata en su poncho o sobrero. Antes del
inicio de la primera pelea se escuchan las pitadas de algún “macho”
campesino que desde la tribuna se arma de valor para avivar a su ave preferida.
¡Voy al ajiseco, voy al geraldeño, 50
pago por el culqueño¡ y así se inicia las cotejas y tapadas.
Los paseos de los diablícos venidos desde Pampa Grande
habían divertido a más de un centenar de niños y mujeres, su trajes
multicolores y sus graciosas mascaras
avanzaban al mando del diablo viejo que con “chicote” en mano dominaba
a los diablos menores; sus cascabeles y sonidos que hacían con los pies se
entreveraban con el sonido de la guitarra y violín. En las esquinas de la plaza
y locales populares disfrutan de una marinera y sanjuanito a ritmo de pika,
tocadisco o emisora. Las fieles compañeras esperaran a sus esposos hasta el
término del día que “chumaditos” abrazaran a sus esposas que los conduciran hasta
su morada y en otros casos esperaran hasta que duerman su borrachera junto al
camino y poder continuar a su domicilio.
En las afueras del pueblo, las hermosas y verdes
invernas servían de escenario para un
gran acontecimiento, los dueños afilaban los cuernos de sus cuadrúpedos
mientras que los careadores con asta en
mano estaban atentos a como se dará la contienda entre los hermosos y robustos
toros traídos desde Parihuanás y Culcas que
se enfrentaran con los cuadrúpedos traídos
desde Chalaco, Santo Domingo y Paltashaco. Las peleas iniciaban con los
enormes estruendos de los golpes de las cabezas de los toros, que se mezclaban
con los fuertes camaretazos que avivan la festividad. La gente aficionada muy emocionada lanzaba gritos de
algarabía, muchas veces haciendo entran en temor a los furiosos y fortachones contrincantes.
Los gritos de los sudorosos asistentes se confundían con las pitadas que lanzaban
los robustos vacunos. Las apuestas entre
los aficionados corrían aparte de manera descomunal.
Las diversas actividades habían hecho que la gente;
hombres, mujeres y niños se llenen de goce y felicidad. Los campesinos
extasiados de dirigían a seguir gozando de la feria patronal, a degustar la
comida típica y otros a bailar un sanjuanito o marinera. La gente deambulaba
por las tradicionales calles de la ciudad apreciando la festividad.
Ñiiii…ja, fue el grito de alerta que interrumpió la
algarabía de los asiduos. Era uno de los hombres proveniente de las pampas de Parihuanás
que retaba a cualquier “guapo” en medio de la empedrada y resbalosa calle. En
estado de ebriedad retaba constantemente y repetía la misma frase de duelo. Con
su poncho arrastrado imitando al pavo o musho cuando está listo para
enfrentar a su rival, con sus alas
estiradas y como si fueran dos escudos
gira dando vueltas simulando ser toro en trapiche. El reflejo de la chaveta
a lo lejos opacaba la visión de algunos curiosos que disimuladamente se
acercaban a esperar el reto, mientras otros en círculo libaban un aguardiente santeño,
en cacho de toro o vaso hecho de carrizo o bambú y fumando su cigarro de “guaña”.
Ñiii… ja, nuevamente se escuchó a lo lejos, esta vez
con más furia, como imitando a los toros cuando están listos para pelear. Este
hombre de estatura mediana, con patillas
largas y bigote tipo mexicano, con músculos muy fuertes debido al trajín diario
de las diversas faenas agrícolas. ¡Soy Montalban, de los varones carajo!
y pitaba como un toro ¡Ñiii…ja! La gente que lo observaba seguía sorprendida al
ver con que furia retaba a algún contendiente.
Desde una esquina, se escuchó el eco fuerte de la respuesta
al duelo.
¡Es
otro guapo, miamo! Se murmuró entre la multitud. ¡Va
correr sangre cumpita! La gente muy atenta desvió sus miradas hacia el
contrincante que le hacía frente al fuerte guapo. Aquellos hombres, herederos
de los grandes peleadores que en tiempo de la hacienda se preparaban con
anterioridad para dar gran espectáculo a sus patrones. Esos cholos bien recios que tenían gran dominio de la chaveta,
asta
y espada y que sabían muy bien utilizar a su fiel compañero, el poncho.
Hombres de gran habilidad y resistencia para los duelos. Cuentan que en tiempos de los terratenientes ,estos
cholos como se les dice, congregaban a una gran multitud para exhibir sus
proezas y habilidades con las armas blancas; dicen que calentaban el cuerpo antes de pelear tomando grandes tragos de aguardiente y ellos
solo peleaban, no para matarse, sino para dar espectáculo, ellos daban grandes
palmazos con sus filudas espadas y peleaban hasta que alguno de ellos quedaba
soñado y cuando recuperaba la razón celebraban el triunfo o derrota tomando un
primera o cañacito. Estas pelean se
repetían en cada una de las fiestas y corrían muchas apuestas, así como las
pelea de gallos y toros.
El reto
estremeció y enmudeció a toda la gente, cuando rápidamente Ovidio Córdova
estaba en frente del malo de Parihuanás, cuya fuerza y habilidad había heredado
se sus descendientes de Changra, caserío perteneciente a Pacaipampa ubicado
entre los linderos de Frías, allá en la Meseta Andina. Córdova no se quedaba
atrás también provenía de padre que había estado varias veces en la
correccional de Ayabaca por a ver matado
sin porqué alguno a muchos contrincantes y que este lugar era familiar para él.
La gente que observaba detenidamente lanzaba los vivas y al mismo tiempo dando
enormes tragos de licor y fumando un cigarro inca o hecho por ellos mismos con
tabaco secado al sol. Allí estaban frente a frente con poncho envuelto en la
mano izquierda y chaveta sujetada con la
cabrestilla
en la mano derecha. Ñiiiii…jaaa se escuchó al unísono y empezó la pelea de dos
grande guapos que sin motivo alguno quisieron probar quien era más varón, como
dicen la gente de las campiñas.
Montalbán, no quitando la mirada a su contrincante
envolvió su poncho granate hecho de lana de ovejo merino en la mano izquierda,
mientras que con la otra mano sujetaba fuertemente la cacha de coral de su chaveta.
Inclinándose como un gran felino para dar el primer ataque, pero este fue sorprendido
por Ovidio que tirándole el poncho sobre el rostro lo atacó instantáneamente. Los fuertes gritos de
aliento de ambas partes asustaban a los caninos que debajo de las mesas de los
ranchos recogían algunos huesos y algún otro
desperdicio. La gente celebraba por adelantado y murmuraba “vastar
buena la fiesta”. El macho de Parihuanás rápidamente se
quitó el poncho con la mano derecha
rasgándolo por en medio y como un audaz peleador dio salto a un costado.
Ñiii…ja se volvió a escuchar la frase de duelo, recogiendo su poncho se puso en
guardia. Tomaron aliento ambos guapos y cruzaron la mirada, parecían dos fieras
salvajes disputando la presa. Levantando cada uno de sus escudos de lana se abalanzaron. Las mujeres que tímidamente
observaban dieron fuertes gritos de
terror mientras que los varones formados en círculo seguían avivando con la
famosa frase de reto. Córdova, un poco más fortachón y con más experiencia en
duelos incrustó la filuda arma en la lista del poncho llegando a cortar parte
del antebrazo del peleador. El dueño y amo de las inmensas pampas de Parihuanás
fue sintiendo el inmenso escalofrío, lo que avivó más las llamas de su furia. _ ¡No te dejes Montalban- bailalo -
tú eres más ligero! Se escuchaba desde los alrededores, dándole ánimo al
cholo que estaba herido. La sangre empezó a discurrir, pero el guapo pampeño no
se amilanaba. Los contrincantes no bajaban la mirada, giraban sin bajar la
defensa y de vez en cuando atacaban. Fue
así que Ovidio Córdova en un instante que retrocede, resbala y cae fuertemente
de espaldas. Montalbán, rápidamente se le abalanza, pero dando vueltas logra
escapar y pararse en un santiamén. Nuevamente entran en ataque.
Sudorosos y cansados los grandes guapos botaban baba y espuma por la boca. Al
mismo tiempo, sentían la garganta seca
por los efectos del alcohol. Así lucharon casi media hora pero el cansancio, la
sangre que derramaba y el incesante sol
los iba debilitando. La fuerza decaía y solo avanzaban a dar pasos
lentos, pero el júbilo de los observadores había ascendido por los efectos del
licor. De pronto se escuchó un golpe fuerte como si algo hubiera quebrado.
Montalbán había dado un gran salto y había arremetido contra el cuerpo de su
opositor. Sacando fuerzas de donde no
hay había dado una certera puñalada, incrustando su filuda arma en el brazo de
Ovidio. La herida había sido muy profunda; el
fuerte suspiro de aquel
desdichado hombre enmudeció a los espectadores, que retomaron la confianza en
el “habiliducho” peleador. Heridos
los dos procedió la pelea agarrando más ánimo en los desafiantes. Quince
minutos más pasó desde aquel fatídico
corte y a pesar de los esfuerzos que cada uno hacía nadie se atrevía a atacar. ¡Zas
mijito! Decían y repetían
constantemente los varones, cuando de vez en cuando alzaban su mano para
golpear los debilitados contrincantes. Las mujeres de aquellos grandes corceles
se hacían la idea de la gran cantidad de gastos que correría para realizar su
entierro; pensaban en la cantidad de comida
y bebida que iban a repartir durante los nueve días. Por otra parte se
les venía el sentimiento de aquellos hijos que se iban a quedar sin el calor
paterno e iban a crecer con
resentimiento y con la esperanza de vengar su muerte algún día cuando ellos
crezcan.
Casi una hora habían luchado los guapos hombres;
derramando sudor, sangre y valentía. Un grupo de personas que veían que la pelea no daba para más
decidieron apartarlos. Ya separados
fueron tomando aliento y el color de su piel fue volviendo a la normalidad,
pidieron un trago de licor para calmar la sed y juraron encontrarse otro día
para ver quién sería el vencedor. La gente que observaba siguió degustando de
la fiesta de manera normal.
Por la noche, el baile popular a ritmo de pika seguía muy ameno en
aquella casona ubicada en la esquina de la plaza. Las “chinas” de pampa grande, Culcas y Parihuanás
sudorosas bailaban su música preferida,
mayormente la escuchada en las emisoras ecuatorianas; sacaban polvo del
arcilloso suelo en el viejo local, que en cada fiesta religiosa era escenario
de grandes enamoramientos y disputas por algún amor que en silencio llevaba por
dentro aquel cholo trabajador. El pago de una moneda por su canción preferida
no se hacía esperar, la juventud que con anterioridad habían juntados platita
para gastarla en la fiesta, pagaban por escuchar y bailar su música elegida,
los corriditos,
marineras y huaynos cajamarquinos era de su preferencia. La china
que pretendía
ya la habían sacado a bailar varias veces; las miradas cabizbajas, los
apretones de manos y las palabras de galanteo se contrapunteaban con la letra
de la música que bailaban. No solo era un pretendiente que sacaba a la “guambra” más agraciada a bailar,
sino que la musa era enamorada por más de un guapo galanteador. Las miradas de
reto y los empujones eran más seguidos por parte de los pretendientes.
En el embeleso de la fiesta y los estragos del licor,
explota la gran disputa por demostrar quién es el más varón o guapo que se llevará
el trofeo femenino. Las bailonas y bailones rápidamente abrieron “cancha”, los retadores, que al compás de la música se escuchó decir la
frase de reto original ¡Ñiii…ja!, dando
comienzo a lo infaltable en las
tradicionales fiestas populares de nuestra serranía piurana. Cada uno con
poncho envuelto en mano izquierda, no dejaban de señalarse y mirarse con enorme
furia. La espada y chaveta eran las únicas armas que se enfrentaban. Los
guapos, como dos gallitos de pelea se abalanzaban dando grandes picotazos y enormes quejidos.
La habilidad de dominar la chaveta le hacía frente a la gran espada que a
planazos hacía retroceder al contendiente que hábilmente respondía con diestros
picotazos en el poncho, dejándolo rasgado y deshilachado. Hábiles opositores,
descendientes de aquellos mortales valerosos que hicieron frente a la
guarnición chilena en plena guerra del pacifico y que ante la superioridad
militar no se amilanaron, querían imponer su valentía.
Era una trifulca entre quien tenía más dominio de
chaveta y espada, aquellas armas que en
otras riñas se habían dado muy fuerte. Por una parte, un diminuto hombre con facciones indígenas, de color trigueño, de estatura
baja pero con un gran coraje, usaba la filuda y
brillante arma, se le notaba con ganas de salir vencedor. Mientras que
por otra parte el mestizo colorado, descendiente de la raza blanca, por tener
arma más grande, presumía las de ganar y solo atinaba a dar planazos
fuertes en el cuerpo del opositor. El
cholo, que ya le había notado la debilidad, como un fiero salvaje
habilidosamente esquivó el espadazo y arremetió un diestro “chavetazo” en la espalda a la altura
del pulmón izquierdo. ¡Ñiii…jaaa! El colorado mestizo retomando fuerzas quiso
seguir peleando pero una hemorragia interna lo hizo desmayar, causándole
lentamente la muerte. La gente que observaba decía entre ellos ¡la
fiesta ta buena! Los más adultos que allí gozaban del baile,
envolvieron al difunto en su poncho destrozado y rasgado por los enormes puntazos y cortes, tapándole la cara con su
sombrero chotano, lo pusieron a un costado y siguieron bailando con más
algarabía.
El agorero
canto de la lechuza en la noche del día anterior había cantado anunciando un triste y fatídico final,
sentada en las ramas de un enorme puchuguero, parece que presentía lo que iba a
suceder. Por la tarde antes de las jaranas populares se había visto pelear con
tal intensidad a dos perros “ganachos”, venidos de la parte
altina, alegando y presagiando un destino fatal.
Los llantos de dolor y tristeza se escuchaban en una
vieja y rustica casita, los dolientes y familiares lloraban a sus ser querido.
¡Así
es la vida cumpita! ¡El taita Dios se lo quiso llevar! ¡Murio como varón
carajo! -¡Velay cumpita! y pasaban la botella, bebiendo a pico de botella
enormes copas de cañazo. El velorio del mestizo congregó a un sin número de
gente del lugar. El finado había sido bañado y envuelto en sábanas blancas y
tendido en una jerga multicolor. Solo
acompañaban las flores, velas y algunos dolientes que en voz baja rezaban
algunas plegarias a nuestro taita Dios, para que lo guarde en su gloria. Los
lamentos tristes de las plañideras, evocaban el lastimero recuerdo del difunto. El
salve de las vacas ponía la piel de gallina a los acompañantes.
Salió un pobre una mañana,
donde un rico se acercó,
a pedir una limosna:
¡Señor por el amor de Dios!
El rico a lo que lo vio se hizo el que sonrió:
¡Qué gallardo que buen mozo que limosna me pidió!
Como siendo tan
muchacho y niño de tan tierna edad…
…¡Alerta! ¡Alerta señor!
que un rico se condenó por una corta limosna
que al mismo
Dios le negó.
María rogaba a Cristo: ¡hijo de mi corazón!
¡Por estos pechos que has mamado que esta alma tenga
perdón!..
El demonio le dijo a Cristo: ¡cómo es posible Gran Señor!
Que esta alma, estando pérdida haya alcanzado perdón….
Las mujeres en la cocina preparaban el estofado de res
con guineos, mientras que afuera se repartía el cañacito. Los varones ya
chumaditos, abrazados contrapunteaban sus melancólicos
tristes:
Ya me voy, ya me lleva el destinooo..,
Ya me voy para no volveeerrr,
ya me voy por otro caminooo…
dejando a un
quererrr.
La vida es prestaditaaa
Hay que saberla valorar,
Diosito es nuestro guía
Al que debemos respetar.
Los familiares y amigos listos con botella en mano y
su poncho en el hombro se alistaban para meter “cacho”, término que se emplea
para señalar a los palos de guayacán que son atravesados paralelamente debajo
del cajón mortuorio y que sirve de soporte para cargar al muertito y trasladarlo cuesta arriba al “panteón”. En la loma del
cementerio, algunos familiares cavaban
la tumba, calmando su sed con enormes tragos de “primera”. De vez en
cuando anunciaban: ¡Ese ha deser nuestro destino cumpita! y seguían cavando. ¡Jala
mijito! Decían los sudorosos cargadores y cambiaban turno para conducir
al pesado bulto. Ya con el cajón listo para enterrarlo, amigos y otros
familiares se perdonaban y rezaban algunos padres nuestros y Ave María. Tirando
algunos terrones daban cristiana sepultura a aquel hombre que batiendo a duelo
se disputó su honor, valentía y gloria.
El rezo duró nueve días y en cada noche
después de las oraciones se conversaban las más escalofriantes historias
que sus padres y abuelos les habían contado. Los varones recordaban sus más
grandes proezas realizadas en cada festividad y tomaban enormes copas de cañazo
para no sentir temor alguno. Después de los nueve días de rezo, las
pertenencias del difunto fueron llevadas a la quebrada más cercana; las
amistades y familiares realizan el
tradicional “lavado”, así mismo en otros casos las cosas del difunto son
repartidas a alguien muy cercano a él. También dejan bien barrida la casa,
dicen que para que el muertito no asuste.
Mg. José Cosmer Sánchez Troncos
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