domingo, 24 de enero de 2016


Mi Primera Excursión al Cerro Aypate

 La cosmología andina del poblador nos intenta explicar las cosas que la naturaleza nos da, unos cuentan que los poderosos rayos que caen son grandes entierros y tesoros  son arrojados por el dios Inti y que la madre tierra o pacha mama los alberga, les da cobijo, y  los guarda celosamente para quien le corresponde. Así mismo recuerdan que hay que ofrendar o pagar a los grandes cerros para que los espíritus de los gentiles que allí moran no te castiguen ni te encanten. Mi tío, Don Pablo Nayra Chimbo, natal del pueblo de Yanchalá; caserío ubicado cerca de las faldas del cerro de Aypate, hombre aguerrido por ser descendiente de aquella gente que llego hace mucho tiempo a nuestro territorio y que trajeron con ellos esa valentía  y ganas de dominar la diversidad geográfica; individuo de estatura pequeña y de bigote “ralo”, siempre en sus reuniones, ya con unas copitas de licor, siempre decía… permítame contarles algo y empezaba la balacera secuencial de palabras armoniosas y al mismo tiempo escondían un sinnúmero de enseñanzas con sentido moraléjico. Recuerdo mi primera excursión al cerro Aypate, muy emocionado y temeroso a la vez, porque el lugar donde iríamos era el autor de un sinnúmero de mitos, historias y leyendas, pero más pudo la emoción de viajar y conocer al majestuoso “apu” muy poderoso, por cierto.  Aypate, que al parecer su nombre proviene del término  Aipa Atip, que quiere decir “el que alcanza lo más alto.” y que cautivaban a más de una persona, ya sea de adentro o de afuera, que no le importa pasar lo que se tiene que pasar para llegar a conocerlo. Las supersticiones y creencias generadas respecto a este cerro son muy conocidas, los campesinos y sus rebaños pastan en las faldas, pero no se atreven a escalarlos, mucho más cuando hace concierto con el sonido de los fuertes golpes de lluvia y amenizado con  rayos, relámpagos y truenos. La superstición de la gente que allí mora, es que el cerro se pone muy bravo cuando alguien quiere escalar y profanar sus tesoros.

Mi talega con tamales de mote y presas de  gallina criada en el campo estaban listas, mi limeta de café nos esperaba en tan ansiado y largo viaje. Mi pensamiento  imaginaba creativamente la diversidad de plantas y animales que por allí  lograríamos encontrar, esos enormes y hermosos paltones, paltaguiros, las apreciadas orquídeas y demás variedades se unían en la imaginación y formaban un jardín prohibido de visitar. Todos mis compañeros listos con todo lo necesario, mientras que mi profesor Febres ya hacían planes con sus demás colegas.

Cuando me alistaba a recoger mi poncho de lana de oveja y mi sombrero de paja para empezar mi partida, tuve un mal presentimiento que me puso en alerta y volví a pensar que cosas nos esperaría en aquel misterioso lugar. Al comienzo todo era risa, diversión y bromas, pero conforme fuimos perdiendo fuerza las ganas iban mermando, pasamos muchos obstáculos; empinadas cuestas, mucho cansancio, mientras que los docentes vivían su mundo aparte, contando experiencias que en su juventud habían vivido.

Después de dos horas y media de camino, ya en las faldas del cerro, fuimos recibidos por el encargado de reguardar al poderoso “apu”, mis compañeros descansando, sentados en la grama y otros  a la sombra de un arbolito. Guiados por  Don Máximo Alberca, hombre de baja estatura y de sonrisa carismática, enrumbamos a ver la gran fortaleza. Grandes plantas y enredaderas escondían las enormes y talladas piedras acomodadas una encima de otras y que formaban un gran recinto, buscamos algunas huellas o vestigios de barro, pero no las encontramos, todo era grandes ruinas y que en algún tiempo sirvieron a los incas como fortaleza para defenderse de las tribus enemigas.

La tarde empezaba a caer, parece que los estruendos de  Aipa Atiq se hacían sentir, la penumbra ya caía y el inmenso frío la acompañaba, ya el “cashun” o fiambre se nos había acabado. Mientras  los docentes   eran bien atendidos por los dueños de la única morada que existía por allí, eso podía notarse al escucharse los gritos de alegría, las vivas que hacía y las voces de salud que lanzaban. Yo sentado envuelto con mi poncho reflexionaba mucho y me hacía muchas preguntas sin a veces encontrar la respuesta. Pensaba en voz alta que los docentes tienen una educación muy buena y su única función en la de formar y proteger  a sus alumnos, pero todo eso se les había ido al cerebro porque nosotros no éramos los principales, sino ellos. Yo seguía con muchas dudas pero pensaba que ellos tendrán sus razones.

Los gritos  exaltantes de la gente me hacían volver a la realidad, todos gastaban, se reían, avivaban la fanfarrea, al parecer se sentía a gusto los mayores. Nadie se acordaba de nosotros como nos encontraríamos, si estamos bien o mal. La raza natural guayacunda afloró en mí;  no me acobardé, reclamé y levanté mi voz de protesta hacia la máxima autoridad, mi profesor. No sé si serían los estragos del licor, o no se sentía listo para solucionar lo que sucedía, él me mando a rodar bien lejos. Su carácter era diferente, no era el habitual, parece que era otra persona o los espíritus malignos que por esos lares moran se habían empoderado de su gran personalidad. La gente entre el éxtasis que divulgaban avanzó a poner pausa y por un momento quedaron callados, escuchando ambas reacciones. Los espíritus de papa “apú” Aypate parecían que habían logrado su cometido.

Como quiera  nos acomodamos para pasar la noche, mis compañeros rendidos por el largo viaje, ya descansaban profundamente, pero  yo no  podía porque me volví a acordar de las escalofriantes historias que me contaban mis padres y abuelos sobre las almas  que allí moran. Al parecer que los espíritus de los gentiles se hubieran metido en los cuerpos de los excursionistas y querían que regresemos pronto a nuestras moradas y los dejemos descansar. El canto de algunas aves nocturnas, el sonido de los grillos y de las chicharras se mezclaban con los recuerdos de aquellas ideas que mis familiares me contaron. Después de un corto tiempo logré cerrar mis ojos y el sueño se apoderó de mí, como el peso de una gran roca.

El dulce canto de los chilalos y la chirocas me volvieron a la realidad y nos despertaron pronto. Arreglamos nuestro equipaje para partir e instantáneamente  enrumbar a nuestras casas. Sólo quedó en el recuerdo esta fascinante experiencia y al mismo tiempo llevábamos por dentro una enseñanza que nunca se borraría de nuestra mente. La vida es producto natural y lo que hagas en cada paso que des, quedará marcado para siempre en tu mente, en tu corazón y tu espíritu. El camino de retorno no se sintió y al parecer regresamos muy pronto.

 

 
Historia contada por: Pablo Neira Chimbo (Yanchalá – Ayavaca)
Adaptada por: Profesor José Cosmer Sánchez Troncos

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