Mi Primera Excursión al Cerro
Aypate
La cosmología
andina del poblador nos intenta explicar las cosas que la naturaleza nos da,
unos cuentan que los poderosos rayos que caen son grandes entierros y
tesoros son arrojados por el dios Inti y
que la madre tierra o pacha mama los alberga, les da cobijo, y los guarda celosamente para quien le
corresponde. Así mismo recuerdan que hay que ofrendar o pagar a los grandes
cerros para que los espíritus de los gentiles que allí moran no te castiguen ni
te encanten. Mi tío, Don Pablo Nayra Chimbo, natal del pueblo de Yanchalá;
caserío ubicado cerca de las faldas del cerro de Aypate, hombre aguerrido por
ser descendiente de aquella gente que llego hace mucho tiempo a nuestro
territorio y que trajeron con ellos esa valentía y ganas de dominar la diversidad geográfica;
individuo de estatura pequeña y de bigote “ralo”, siempre en sus reuniones, ya
con unas copitas de licor, siempre decía… permítame contarles algo y empezaba
la balacera secuencial de palabras armoniosas y al mismo tiempo escondían un
sinnúmero de enseñanzas con sentido moraléjico. Recuerdo mi primera excursión
al cerro Aypate, muy emocionado y temeroso a la vez, porque el lugar donde
iríamos era el autor de un sinnúmero de mitos, historias y leyendas, pero más
pudo la emoción de viajar y conocer al majestuoso “apu” muy poderoso, por cierto.
Aypate, que al parecer su nombre proviene del término Aipa Atip, que quiere decir “el que alcanza lo más alto.” y que cautivaban a más de una persona, ya sea de adentro o de afuera, que no
le importa pasar lo que se tiene que pasar para llegar a conocerlo. Las
supersticiones y creencias generadas respecto a este cerro son muy conocidas,
los campesinos y sus rebaños pastan en las faldas, pero no se atreven a
escalarlos, mucho más cuando hace concierto con el sonido de los fuertes golpes
de lluvia y amenizado con rayos,
relámpagos y truenos. La superstición de la gente que allí mora, es que el
cerro se pone muy bravo cuando alguien quiere escalar y profanar sus tesoros.
Mi talega con tamales de mote y presas
de gallina criada en el campo estaban
listas, mi limeta de café nos esperaba en tan ansiado y largo viaje. Mi
pensamiento imaginaba creativamente la
diversidad de plantas y animales que por allí
lograríamos encontrar, esos enormes y hermosos paltones, paltaguiros,
las apreciadas orquídeas y demás variedades se unían en la imaginación y
formaban un jardín prohibido de visitar. Todos mis compañeros listos con todo
lo necesario, mientras que mi profesor Febres ya hacían planes con sus demás
colegas.
Cuando me alistaba a recoger mi poncho de
lana de oveja y mi sombrero de paja para empezar mi partida, tuve un mal presentimiento
que me puso en alerta y volví a pensar que cosas nos esperaría en aquel
misterioso lugar. Al comienzo todo era risa, diversión y bromas, pero conforme
fuimos perdiendo fuerza las ganas iban mermando, pasamos muchos obstáculos;
empinadas cuestas, mucho cansancio, mientras que los docentes vivían su mundo
aparte, contando experiencias que en su juventud habían vivido.
Después de dos horas y media de camino, ya
en las faldas del cerro, fuimos recibidos por el encargado de reguardar al
poderoso “apu”, mis compañeros
descansando, sentados en la grama y otros
a la sombra de un arbolito. Guiados por
Don Máximo Alberca, hombre de baja estatura y de sonrisa carismática,
enrumbamos a ver la gran fortaleza. Grandes plantas y enredaderas escondían las
enormes y talladas piedras acomodadas una encima de otras y que formaban un
gran recinto, buscamos algunas huellas o vestigios de barro, pero no las
encontramos, todo era grandes ruinas y que en algún tiempo sirvieron a los
incas como fortaleza para defenderse de las tribus enemigas.
La tarde empezaba a caer, parece que los
estruendos de Aipa Atiq se hacían
sentir, la penumbra ya caía y el inmenso frío la acompañaba, ya el “cashun” o fiambre se nos había acabado.
Mientras los docentes eran bien atendidos por los dueños de la
única morada que existía por allí, eso podía notarse al escucharse los gritos
de alegría, las vivas que hacía y las voces de salud que lanzaban. Yo sentado
envuelto con mi poncho reflexionaba mucho y me hacía muchas preguntas sin a veces
encontrar la respuesta. Pensaba en voz alta que los docentes tienen una
educación muy buena y su única función en la de formar y proteger a sus alumnos, pero todo eso se les había ido
al cerebro porque nosotros no éramos los principales, sino ellos. Yo seguía con
muchas dudas pero pensaba que ellos tendrán sus razones.
Los gritos
exaltantes de la gente me hacían volver a la realidad, todos gastaban,
se reían, avivaban la fanfarrea, al parecer se sentía a gusto los mayores. Nadie
se acordaba de nosotros como nos encontraríamos, si estamos bien o mal. La raza
natural guayacunda afloró en mí; no me
acobardé, reclamé y levanté mi voz de protesta hacia la máxima autoridad, mi
profesor. No sé si serían los estragos del licor, o no se sentía listo para
solucionar lo que sucedía, él me mando a rodar bien lejos. Su carácter era
diferente, no era el habitual, parece que era otra persona o los espíritus
malignos que por esos lares moran se habían empoderado de su gran personalidad.
La gente entre el éxtasis que divulgaban avanzó a poner pausa y por un momento
quedaron callados, escuchando ambas reacciones. Los espíritus de papa “apú”
Aypate parecían que habían logrado su cometido.
Como quiera nos acomodamos para pasar la noche, mis
compañeros rendidos por el largo viaje, ya descansaban profundamente, pero yo no
podía porque me volví a acordar de las escalofriantes historias que me
contaban mis padres y abuelos sobre las almas
que allí moran. Al parecer que los espíritus de los gentiles se hubieran
metido en los cuerpos de los excursionistas y querían que regresemos pronto a
nuestras moradas y los dejemos descansar. El canto de algunas aves nocturnas,
el sonido de los grillos y de las chicharras se mezclaban con los recuerdos de aquellas
ideas que mis familiares me contaron. Después de un corto tiempo logré cerrar
mis ojos y el sueño se apoderó de mí, como el peso de una gran roca.
El dulce canto de los chilalos y la
chirocas me volvieron a la realidad y nos despertaron pronto. Arreglamos
nuestro equipaje para partir e instantáneamente enrumbar a nuestras casas. Sólo quedó en el
recuerdo esta fascinante experiencia y al mismo tiempo llevábamos por dentro
una enseñanza que nunca se borraría de nuestra mente. La vida es producto natural
y lo que hagas en cada paso que des, quedará marcado para siempre en tu mente,
en tu corazón y tu espíritu. El camino de retorno no se sintió y al parecer
regresamos muy pronto.
Historia
contada por: Pablo Neira Chimbo (Yanchalá – Ayavaca)
Adaptada
por: Profesor José Cosmer Sánchez Troncos
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